REALIDADES QUE SE ACABAN

Llega un momento en que cualquier realidad se aca­ba. Y entonces no hay más remedio que inventarla. Por ejemplo, la infancia suele terminar de sopetón con algún juguete destrozado, o con la muerte entrañable y cercana de un perro o de un abuelo. Y entonces hay que volverla a concebir, aunque ya no se tengan siete sino treinta años o setenta. Si un amor concluye in­tempestivamente, es urgente improvisar otro, ya que sin amor los resortes de la cotidianidad se oxidan. Y si llega el eco de otro amor vacante, disponible, hay que cazarlo al vuelo. Mejor dicho, abrazarlo al vuelo, besarlo, acariciarlo, penetrarlo.
La primera señal de que una realidad se acaba es el estallido del silencio, la detonación de la soledad. La última señal, en cambio, es el fogonazo de la muerte. Ese cruento final de la realidad es inapela­ble. Y no es posible inventar otra, porque en el va­cío, por augusto que sea o nos hayan prometido que va a ser, no existe la invención. Cuando esa realidad cierra su paréntesis, la nada no abre ningún otro. Ni siquiera nos vamos a dar cuenta de que el mundo se ha callado.
Uno de mis mejores amigos, Medardo Vázquez, está escribiendo un libro sobre el fin de las realida­des. Aunque sólo cuenta las propias, ya ha registrado ocho. Dice que la que le dejó más huellas fue una con prisión.
Su realidad era el calabozo. Y en el calabozo no había nadie más. De todos modos había creado va­rias trampas o falsas motivaciones para forzar a la realidad a que no se diera por vencida. Se miraba las manos: aprendió de memoria todas las coyunturas, los nudillos, las uñas, las palmas, la mano como puño, como aplauso, como basta, como alerta, la lí­nea de la vida, el meñique, la eminencia hipotenar. Se miraba las piernas y los pies, sus bisagras, sus vári­ces, los tobillos, el callo plantal. Se miraba el sexo, que por supuesto conservaba su memoria, y ante aquel privilegio inactivo, lo invadía una congoja tan privada que no sentía vergüenza de llorar.
En la celda no había espejo, así que no podía recu­perar su rostro. A veces conseguía una apenas borro­sa imitación al mirar el ya vacío plato de lata en el que le habían traído la infame sopa de siempre, pero aquella cara entre charcos de caldo se parecía más a la de su padre en su lecho de muerte que a la que él imaginaba como propia y actual.
Era consciente de que cada vez le iba quedando menos realidad. Entonces decidió hacer huelga de hambre. Durante días y noches arrojó al inodoro la puerca ración obligatoria. Se fue debilitando, por su­puesto. Las manos, tan recorridas, se le volvieron puro hueso. Sólo engordaron las várices de las pier­nas. Una mañana sintió que se desmayaba. No tuvo idea de qué tiempo había pasado entre aquel cerrar de ojos y el abrir renovado de los mismos. Lo prime­ro que vio fue el rostro de su mujer, que sonreía. De a poco fue recorriendo las blancas paredes de una habitación francamente acogedora. Frente a su cama estaba colgado un cuadro, que podía ser una repro­ducción de Figari. Pero de todos modos aquello no era un calabozo.
-¿Cómo te sentís? -preguntó ella. El respondió con otra pregunta:
-¿Qué pasa? ¿Ya no estoy preso?
-Nunca estuviste preso -dijo ella. Eso lo has so­ñado, me parece.
-¿Cómo que no estuve?
-Tuviste un grave accidente en carretera. Pasaste diez días en coma. Hoy por fin te dieron de alta.
Medardo se miró las manos (las piernas y el sexo no, porque estaban cubiertos por la sábana) y no es­taban huesudas.
-¿Lo del calabozo habrá sido un mal sueño y aho­ra es verdad que estoy contigo, o esto será un sueño y despertaré en el calabozo?
La fresca y sonora carcajada de la mujer lo con­venció por fin de que la otra realidad (la no real) se había acabado. Así y todo cerró los ojos y los volvió a abrir. Pero no estaba el calabozo sino su mujer que lo besaba despacito, con cariño y cautela.

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