Llega un momento en que cualquier realidad se acaba. Y entonces no hay más remedio que inventarla. Por ejemplo, la infancia suele terminar de sopetón con algún juguete destrozado, o con la muerte entrañable y cercana de un perro o de un abuelo. Y entonces hay que volverla a concebir, aunque ya no se tengan siete sino treinta años o setenta. Si un amor concluye intempestivamente, es urgente improvisar otro, ya que sin amor los resortes de la cotidianidad se oxidan. Y si llega el eco de otro amor vacante, disponible, hay que cazarlo al vuelo. Mejor dicho, abrazarlo al vuelo, besarlo, acariciarlo, penetrarlo. La primera señal de que una realidad se acaba es el estallido del silencio, la detonación de la soledad. La última señal, en cambio, es el fogonazo de la muerte. Ese cruento final de la realidad es inapelable. Y no es posible inventar otra, porque en el vacío, por augusto que sea o nos hayan prometido que va a ser, no existe la invención. Cuando esa realidad cierra su paréntesis,